Comentario de texto
Fragmento de H. Marcuse (1898-1979)
“En la sociedad capitalista se ha realizado un determinado modo, propio sólo de ella, del existir humano. A partir del sistema de la economía, todos los ámbitos han sido envueltos en ese proceso de “cosificación” que ha desligado de toda personalidad las formas de vida y unidades de sentido vinculadas antes con la persona concreta del ser humano y ha producido un poder que se encuentra entre y por encima de las personas.” (pág. 674)
- Introducción al texto y contexto
Como sucedía con el anterior fragmento de Horkheimer, no se puede empezar un texto de Herbert Marcuse sin comentar su vinculación con la Escuela de Frankfurt, de la que ya he hablado en el anterior comentario. Marcuse fue discípulo de Husserl y de Heidegger, del que toma su analítica del Dasein como punto de partida de su interpretación del materialismo histórico, y estuvo muy influenciado por el marxismo heterodoxo de Lukács y por el pensamiento freudiano.
Marcuse sigue en la discusión nuclear de la teoría crítica sobre las condiciones sociales e históricas en las que ocurre la construcción de teoría y la crítica y en la vinculación de ambas. El objetivo es la recomposición de la escisión entre filosofía y ciencia social. Todos ellos parten, como Husserl, de la reflexión crítica, en este caso de los dogmas marxistas, demasiado mecanicistas, dando más protagonismo al sujeto a través del psicoanálisis como una completitud de la teoría social del marxismo. Marcuse forma parte de la segunda generación de la Escuela y ello se percibe en la radicalización de la figura del sujeto, carente de dimensionalidad, como víctima de su propia impotencia y de la opresión continua por una concepción del poder con un método de dominación más complicado de lo que Adorno y Horkheimer imaginaron. Esa es la crítica fundamental que realiza Marcuse a la sociedad moderna y que aparece desarrollada en su obra más importante, El hombre unidimensional.
Si Horkheimer, y Adorno, mostraban que la razón instrumental es la consecuencia de ese positivismo cientificista que pone valor, y que ya no tiene nada que ver con la verdad, a una realidad medida y dominada. Pero el positivismo como sucede actualmente con el capitalismo clausuran un ir más allá. Ya no hay ideología, porque la ideología lo ha ocupado todo. Pero Marcuse plantea, a partir de la historicidad heideggeriana y de la teoría de la acción transformadora de Marx, un cambio posible, a partir de la acción radical: la praxis revolucionaria. No hay que olvidar que Adorno y Horkheimer a pesar de sus tesis siempre se movieron en lo teórico. Marcuse vuelve a Marx para levantar la cortina de la alienación social y descubrirá también que la facticidad de Heidegger no es determinismo histórico. Para Marcuse, Marx supera la separación entre esencia y hecho.
Las críticas de Marcuse a la sociedad capitalista, especialmente en su síntesis de Marx y Freud[1] de su obra Eros y la civilización, publicado en 1955 y su libro El hombre unidimensional, publicado en 1964, fueron cajas de resonancia con las preocupaciones del movimiento izquierdista estudiantil de los 60. Debido a su apertura a hablar en las protestas estudiantiles, Marcuse pronto vino a ser conocido como “El padre de la Nueva Izquierda”.
- Temas claves del fragmento
Bajo la impresión causada por Ser y tiempo de M. Heidegger, Marcuse publica en 1928 y 1929 sus dos primeros artículos filosóficos. En ellos pone en diálogo motivos provenientes de Marx y de Heidegger, inaugurando así una estrategia teórica que alcanzaría importantes plasmaciones en la obra de autores como J. P. Sartre y K. Kosík.
El fragmento forma parte de su obra Y los orígenes de la teoría crítica[2], textos variados que constituyen un intento de articular una síntesis entre dialéctica y fenomenología con la intención de repensar con radicalidad la historicidad, a partir de sus implicaciones ontológicas, epistemológicas y políticas. Este esfuerzo va a conducir a Marcuse a efectuar una redefinición del concepto mismo de filosofía como filosofía concreta, esa eterna obsesión por la praxis, la cual asume como interés principal el cuidado del ser humano y su situación inmersa en una crisis general de la existencia en el seno de la sociedad moderna.
Este breve fragmento nos devuelve al origen mismo de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. Pero su interés no es meramente histórico, ya que plantea cuestiones que nos presentan los parámetros en los que se desarrollarán posteriormente muchas de las ideas de Marcuse sobre las bases de una teoría social crítica y de la misma crítica social.
La praxis ha cambiado, y esto se contrasta fundamentalmente con el capitalismo temprano, en que el movimiento proletario era una fuerza con el potencial efectivo de derribar al régimen, primer momento de la Escuela. Pero Marcuse ya describe un nuevo capitalismo, el capitalismo avanzado que, en cambio, ha generado a través de los estados de bienestar una mejora en el nivel de vida de la clase baja, que es insignificante a nivel real, pero contundente en sus efectos, se ha creado una clase media que se posiciona con la clase dirigente[3]: el movimiento proletario ha desaparecido, y aún los movimientos antisistémicos más emblemáticos han sido asimilados por la sociedad y reorientados a operar para los fines que la sociedad coactiva reconoce como válidos, una reterritorialización en palabras de Deleuze.
El motivo de esta asunción del sistema es debido a que el contenido mismo de la conciencia humana ha sido fetichizado, como dirían los marxistas, y que las necesidades mismas que el hombre inmerso en esta sociedad reconoce, son necesidades ficticias, producidas por la sociedad industrial moderna, y orientadas a los fines del modelo, y en ese fin el hombre ya sólo es un objeto más, una cosa. En este contexto, Marcuse distingue entre las necesidades reales, las que provienen de la naturaleza misma del hombre, y las necesidades ficticias, aquellas que provienen de la conciencia alienada, y son producidas por la sociedad industrial y el sistema capitalista imperante. La distinción entre ambos tipos de necesidades sólo puede ser juzgada por el mismo hombre, puesto que sus necesidades reales sólo él las conoce en su fuero más íntimo; sin embargo, como la misma conciencia está alienada, el hombre ya no puede realizar la distinción.
La unidimensionalidad del hombre ya queda perfilada en este texto, el sistema ya potencia una sola faz de la existencia, la económica, esa alieanción es la vida inauténtica de Heidegger pero convertida en una existencia conformada para que el sistema, organizado como la fábrica de Chaplin en “Tiempos modernos” (1936), nos utilice como engranajes, sea produciendo o sea consumiendo, la nueva estrategia. Así que como expone el autor estamos ante “Un poder que se encuentra entre y por encima de las personas.”
La principal necesidad real para Marcuse es la libertad, entendida como el instinto libidinal no sublimado, usando términos freudianos. Para Marcuse, lo que la sociedad capitalista moderna ha hecho con el instinto libidinal del hombre es desublimarlo y reducirlo al exclusivo ámbito de la genitalidad, cuando en realidad el cuerpo mismo del hombre es sólo ansia de libertad, es su línea de fuga. La desublimación del instinto libidinal y su limitación a la genitalidad permiten unidimensionalizar al ser humano como simple cuerpo humano para la producción capitalista en la que el consumo queda englobado como otro estrato, en términos deleuzianos, es decir, lo cosifica,
Así que Marcuse vuelve a las tesis de Freud expuestas en El malestar de la cultura y es que la culturalización doma socialmente al hombre, por tanto hay que volver a distinguir el principio de realidad y el principio de placer para que no sean polos opuestos. Marcuse se opone a lo abstracto del pensamiento racionalista cartesiano, que entiende al individuo como sujeto ideal, descartando el valor de lo corporal y de lo erótico, algo que la fenomenología recuperó[4]. Y precisamente estos dos factores son imprescindibles para analizar el paso del ser al deber ser en lo cotidiano del ser humano, que en la sociedad capitalista no es. Marcuse sigue en una posición de vitalismo integral, entendiéndolo como una actitud de liberación tanto individual como colectiva, ambas van vinculadas.
En la sociedad moderna se ha introducido a través de los medios de comunicación de masas, reemplazando a la familia, y formando a los hombres con categorías que ya no salen de él mismo, sino del capitalismo. Las necesidades del hombre, así como sus esperanzas, sueños y valores, todo ha sido producido por la sociedad, y de esa manera se ha asimilado cualquier forma de oposición o movimiento antisistémico. Si en Marx la alienación se desarrolla en el ámbito de la producción material, donde al hombre se le quita el valor producido con su trabajo, y por tanto su condición humana, en Marcuse la alienación está interiorizada en la conciencia misma del hombre moderno, y por tanto no hay forma alguna de escapar a la coacción. No hay distancia entre el hombre y la sociedad. En antropología diríamos que no hay perspectiva etic.
De ahí la conclusión del fragmento, anterior a los años 60, pero que ya perfila el gran poder de la maquinaria capitalista en la sociedad de masas, al fin y al cabo el cine ya era una manera de nueva concienciación de las masas[5], perfilando cada unidad de sentido de la existencia del ser humano. Una existencia basada en tener sentido para el sistema, produciendo o consumiendo.
- Conclusión y valoración
A pesar de identificar en el hombre una forma de sumisión mucho más sutil y difícil de desentrañar, Marcuse halla en los valores de la vanguardia en el arte, por ejemplo en la obra de Bertolt Brecht[6], una manera de luchar contra su absorción en la unidimensionalidad predominante. Este distanciamiento que pretende realizar Marcuse está marcado por la intencionalidad de alejar al ser humano del dominio que está impuesto en toda la sociedad. Y pretende reorientar el rumbo de la cultura hacia el arte, hacia lo estético, algo que Adorno ya planteó pero con carácter más escapista, desde un pesimismo mayor ante la situación de un ser humano atrapado en lo real.
A pesar de su obsesión por la praxis, sus textos no evitan traslucir cierto idealismo, siendo una contradicción reconocida por Marcuse. Toda su obra es una disputa teórica sobre si la sociedad tenía la posibilidad o no de cambiar desde adentro y por tanto de trascender el status quo. Hay signos de esperanza en su pensamiento, aunque el análisis de la realidad y los acontecimientos se contrapongan a este tema, parece que su horizonte, inalcanzable tal vez, parece más cercano.
En su obra más que una ética, parece presentar una estética de la puerilidad, como un modo de acción poético y, a la vez, político, sería ese imperativo categórico oculto del arte que denomina Marcuse[7]. Aunque el último Marcuse[8] cree que hay una imposibilidad de superar la escisión entre arte y vida.
Marcuse muestra un análisis muy profundo y duro en cuanto a los procesos de cambio, a pesar de eso él reconoce la existencia de alternativas. Pero la pretensión de hacer posible el distanciamiento a través del arte para evitar la dominación, muestra claramente un problema que impide utilizarlo como medio de evasión. Según Marcuse, el arte es capaz de sacarnos de la vida diaria, nos hace ver la realidad de otra forma porque nos coloca en otra posición. Sin embargo, el arte está distanciado, pero no separado de la realidad porque está mercantilizado, por lo tanto, no se puede utilizar como medio de evasión porque está bajo el control de la clase dominante, como el resto de los ámbitos de la sociedad. Marcuse cae en una petición de principio y se percibe la sombra de Adorno
Por último vale la pena señalar un diálogo mantenido entre Marcuse[9] y Jürgen Habermas, el último gran representante, aún vivo, de la Escuela de Frankfurt, realizado en 1977. Habermas plantea la esencia y la naturaleza del ser humano como fundamento de la praxis política revolucionaria, fundamento que va más allá de la lucha de clases. Le pregunta entonces cómo puede conciliarse esto con la tesis marxista de la mutabilidad de la naturaleza humana. Para Marcuse plantea una naturaleza humana invariable en el sentido de que siempre le subyace el conflicto entre eros y tánatos, pero que este conflicto se desarrolla en formas históricamente variables. Marcuse defiende la tesis de que la revolución debe producir al hombre nuevo, un hombre cuya estructura pulsional erótica aumente de tal modo que someta a la energía destructiva y así pueda dar un salto cualitativo en que las relaciones humanas queden pacificadas y abiertas a la felicidad, lo que parece una nueva utopía. Habermas defiende la tesis de que la revolución socialista democrática hará superflua la deformación de las estructuras de la personalidad pero Marcuse insiste en que la estructura psíquica de los hombres puede echar a perder la revolución y que en el capitalismo avanzado la manipulación de la estructura pulsional es muy importante. Marcuse afirma que hay dos juicios de valor que le parecen evidentes, al extremo de que, si alguien no los acepta, entonces ya no es posible la discusión: el primero es que es mejor vivir que no vivir y el segundo, que es mejor tener una buena vida que una mala. Ambos son parte del concepto de razón. Habermas, por su parte, cree que no son más que fórmulas vacías que cada quien puede rellenar a su gusto y opta por un procedimiento muy semejante al de John Rawls, al que no menciona, sosteniendo que deben encontrarse reglas a las que todos asentirían en una situación dada, base de su famosa acción comunicativa. Marcuse tiende a colocar la racionalidad en una dinámica entre los principios de realidad y de placer que aspire a emancipar la energía erótica, mientras que Habermas tiende a colocarla en la formación libre de una voluntad general.
Marcuse afirma que el arte significa una ruptura con la realidad cotidiana; que persigue la subversión de la experiencia cotidiana, de la conciencia y del inconsciente. La obra de arte no obedece a las normas del principio de realidad existente. En consonancia con sus ideas políticas, Marcuse expresa que la verdad estética consiste en la liberación con respecto al principio de realidad mediante la conformación de una dinámica en la que el eros vence finalmente al tánatos,
Finalmente sobre la relación entre filosofía y ciencia, Marcuse reconoce que la filosofía en general y la Teoría Crítica en particular no son un conocimiento totalmente autónomo frente a las ciencias particulares, a cuyo desarrollo están ligadas. Habermas plantea el problema de la falta de destinatarios de la Teoría Crítica, porque su perceptor natural, el proletariado, se ha aburguesado en gran parte. Marcuse busca en grupos marginales como los estudiantes, las minorías raciales y nacionales oprimidas; las mujeres, que son más bien una mayoría, etcétera. Para Habermas esto ya implica una revisión de la teoría marxista más radical.
A pesar de las contradicciones y del pesimismo que a veces queda patente ante la situación de encasillamiento del ser humano, vale la pena recordar el final de El hombre unidimensional, como un rayo de esperanza:
“Nur um der Hoffnungslosen willen ist uns die Hoffnung gegeben”[10]
[1] Algo que también intentó Althuser o actualmente Zizek a través del pensamiento lacaniano.
[2] http://www.plazayvaldes.es/libro/h.-marcuse-y-los-origenes-de-la-teoria-critica
[3] Lo que en época de M. Thatcher será el capitalismo popular.
[4] No en vano Habermas tilda a los escritos de Marcuse como de marxismo de orientación fenomenológica.
[5] “Metrópolis” (1927) de F. Lang es una buena muestra de esa nula esperanza en la rebelión. Claro que el guión fue de la, entonces, esposa del director T. Von Harbou que acabó perteneciendo al partido nazi.
[6] Famoso por la distancia emocional o efecto de extrañamiento
[7] MARCUSE, H., La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 2007, pág. 100
[8] MARCUSE, 94
[9] http://www.jstor.org/stable/40104230?seq=2#page_scan_tab_contents, para el diálogo íntegro,
En http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com.es/2010/08/jurgen-habermas-dialogo-con-herbert.html
[10] H. MARCUSE, El hombre unidimensional, Ed. Ariel, Barcelona, 2010, pág. 255
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